Carolina Escobar Sarti
Honduras y Brasil
Parece que nuestro norte, como se dice por allí, es cada vez más el sur. Brasil se consolida como la piedra angular de la democracia continental con el caso Honduras y, en el mapa geopolítico latinoamericano, nadie dudaría en considerarlo un poderoso imán para presentes y futuras relaciones políticas, comerciales y estratégicas entre América Latina y el resto del mundo. No por casualidad, Obama, al llegar a la presidencia de su país, visitó primero al presidente brasileño, rompiendo con la tradición que mandaba comenzar el estrechón de manos con el presidente vecino, sentado en la silla del águila.
Lula, a pesar de la crisis, acaba recientemente de incrementar su popularidad hasta el 81 por ciento, lo cual lo dibuja como un líder regional. Pero hay que reconocer que, en el posicionamiento de Brasil en el contexto latinoamericano y mundial, mucho ha tenido que ver el canciller Celso Amorim, a mi juicio uno de los hombres más calificados del mundo en política exterior. Así, el caso Brasil-Honduras se convierte en una alianza a todas luces estratégica.
En primer lugar, Lula no genera los anticuerpos que genera Chávez en el mundo de la diplomacia; en segundo lugar, el gobierno de Lula ha sostenido un liderazgo regional en ese complejo laberinto que forman el Alba, el Mercosur y el Unasur. Observando las distancias con la hegemonía continental que Brasil va figurando por la vía de hacerse de recursos en Argentina y Uruguay, por ejemplo, es un hecho que no se puede cuestionar su posición líder en la región y el mundo.
En ese contexto, la realidad de Honduras a partir del golpe de facto que se diera hace casi tres meses, y la actual relación Honduras-Brasil, plantea escenarios interesantes. El hecho de que Lula haya decidido abrirle las puertas de la embajada de Brasil en Tegucigalpa a Zelaya, para que se instalara allí a su regreso al país —inesperado o no—, es haberle dado un espaldarazo a la democracia y sus instituciones. Ya lo dije, estoy muy lejos de ser zelayista, pero estoy aún más lejos de respaldar golpes de Estado apoyados por los poderes fácticos de siempre, que nos regresan a los contextos antidemocráticos de siempre. Me aterra el poder vestido de impunidad.
Lula, en el marco de la Asamblea General de las Naciones Unidas, dijo: “Brasil está garantizando que él —Zelaya— permanezca allí, lo cual es un derecho internacional, y no esperamos que los líderes golpistas toquen la embajada brasileña. Los esperamos para negociar”. Hay una invitación a la paz, respaldada por los presidentes de América Latina y del mundo, pero la situación carga ya con algunos muertos en Honduras.
Todo está. El toque de queda; los cortes de agua, teléfono y energía eléctrica en la embajada y algunas poblaciones; las fotos que evidencian la brutal represión de las fuerzas armadas hacia la población; el cierre de fronteras y el veto a los medios de comunicación. Pero lo más simbólico en términos del abuso de poder y la memoria latinoamericana es la concentración de hombres y mujeres capturados ilegalmente por las fuerzas armadas, en estadios como el Chochi Sosa, donde ya se habla de torturas y desapariciones. A fuerza de recordar actos similares de las fuerzas de seguridad del Estado, nos han regresado a los tiempos del Pinochet de la década de 1970, y eso abre la herida. De regresar, Zelaya tendrá que decir sí al Pacto de San José antes de irse de nuevo. Hoy, sin ser fanática de las instituciones, creo que hay ocasiones en las cuales la defensa de las instituciones democráticas es lo primero, y esta es una de ellas.
Lula, a pesar de la crisis, acaba recientemente de incrementar su popularidad hasta el 81 por ciento, lo cual lo dibuja como un líder regional. Pero hay que reconocer que, en el posicionamiento de Brasil en el contexto latinoamericano y mundial, mucho ha tenido que ver el canciller Celso Amorim, a mi juicio uno de los hombres más calificados del mundo en política exterior. Así, el caso Brasil-Honduras se convierte en una alianza a todas luces estratégica.
En primer lugar, Lula no genera los anticuerpos que genera Chávez en el mundo de la diplomacia; en segundo lugar, el gobierno de Lula ha sostenido un liderazgo regional en ese complejo laberinto que forman el Alba, el Mercosur y el Unasur. Observando las distancias con la hegemonía continental que Brasil va figurando por la vía de hacerse de recursos en Argentina y Uruguay, por ejemplo, es un hecho que no se puede cuestionar su posición líder en la región y el mundo.
En ese contexto, la realidad de Honduras a partir del golpe de facto que se diera hace casi tres meses, y la actual relación Honduras-Brasil, plantea escenarios interesantes. El hecho de que Lula haya decidido abrirle las puertas de la embajada de Brasil en Tegucigalpa a Zelaya, para que se instalara allí a su regreso al país —inesperado o no—, es haberle dado un espaldarazo a la democracia y sus instituciones. Ya lo dije, estoy muy lejos de ser zelayista, pero estoy aún más lejos de respaldar golpes de Estado apoyados por los poderes fácticos de siempre, que nos regresan a los contextos antidemocráticos de siempre. Me aterra el poder vestido de impunidad.
Lula, en el marco de la Asamblea General de las Naciones Unidas, dijo: “Brasil está garantizando que él —Zelaya— permanezca allí, lo cual es un derecho internacional, y no esperamos que los líderes golpistas toquen la embajada brasileña. Los esperamos para negociar”. Hay una invitación a la paz, respaldada por los presidentes de América Latina y del mundo, pero la situación carga ya con algunos muertos en Honduras.
Todo está. El toque de queda; los cortes de agua, teléfono y energía eléctrica en la embajada y algunas poblaciones; las fotos que evidencian la brutal represión de las fuerzas armadas hacia la población; el cierre de fronteras y el veto a los medios de comunicación. Pero lo más simbólico en términos del abuso de poder y la memoria latinoamericana es la concentración de hombres y mujeres capturados ilegalmente por las fuerzas armadas, en estadios como el Chochi Sosa, donde ya se habla de torturas y desapariciones. A fuerza de recordar actos similares de las fuerzas de seguridad del Estado, nos han regresado a los tiempos del Pinochet de la década de 1970, y eso abre la herida. De regresar, Zelaya tendrá que decir sí al Pacto de San José antes de irse de nuevo. Hoy, sin ser fanática de las instituciones, creo que hay ocasiones en las cuales la defensa de las instituciones democráticas es lo primero, y esta es una de ellas.
Fuente: Opiniones - Prensalibre.com
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