lunes, 9 de septiembre de 2013

Los héroes son callados

Vi la vieja foto de los años sesenta en la que los estudiantes con batas blancas, precedidos de tres maestros, aparecemos frente al Anfiteatro Anatómico de la vieja facultad. Reparé en el rostro de un compañero que años después fue asesinado. La historia que me contaron no la pude comprobar; él trabajaba en un departamento del oriente del país y dicen que fue secuestrado el día siguiente de que se opusiera a que el Ejército sacara por la fuerza a uno de sus pacientes del hospital. No pude comprobar esta historia pero, recordando el carácter de mi colega y sabiendo de otras sobre las que no hay duda alguna, he pensado que fue cierta. El silencio se ha ocupado de estos actos,
pero hoy estoy convencido de que las nuevas generaciones de médicos y la sociedad merecen conocerlas.

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Un colega, amigo desde la primaria, tenía varios años de trabajar en el hospital de la Policía Nacional. Llegó a director del Hospitalito de esa institución y, como tal, acompañaba en algunas actividades al director de la Policía. Un día, cuando fungía en ese cargo el general Chupina, y estando el colega a su lado, se acercaron unos agentes vestidos de civil que le dieron un mensaje al militar. El colega alcanzó a escuchar: un joven cirujano a cargo de la emergencia de uno de los grandes hospitales de la capital se había opuesto a que los agentes sacaran a la fuerza a un paciente en post-operatorio inmediato. Con frialdad extrema, como si se tratara de un asunto banal, Chupina ordenó: “denle agua también”. El colega amigo escuchó la conversación; intervino alarmado argumentando que el joven cirujano era una buena persona, que no estaba “metido en política” (lo cual era verdad) y que había actuado conforme a un mandamiento médico. Chupina respondió: “está bueno, déjenlo”. Años después conversé con el afectado, hoy reconocido cirujano, quien me confirmó la historia con detalles aún más espeluznantes que los del relato de mi amigo, incluyendo que fue metido atropelladamente en una “perrera” y el calvario que tuvo que vivir en su trayecto antes de ser liberado.

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En otra ocasión, llegó al hospital un policía judicial con el pene cercenado. Iba llorando quejándose de que la acción había sido cometida por “sus amigos” que trabajaban para el general Chupina. Él trabajaba para Valiente Téllez, civil y tenebroso jefe de la Policía Judicial. Los conflictos por “intereses” entre los dos jefes policiales habían trascendido. En el momento en que los médicos atendían al afectado apareció otro grupo de agentes vestidos de civil que llegó a terminar su tarea. Lo asesinaron en la camilla.
 
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El doctor Guillermo Muñiz era uno de los cirujanos plásticos más destacados de Guatemala, cuando corría el año 1982 en que fue asesinado. Graduado en la Universidad de San Carlos y con posgrado en un país extranjero, se distinguió por sus trabajos de cirugía reconstructiva de la mano. Trabajaba en el hospital del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS) en Escuintla, donde se atendía a una cantidad importante de trabajadores de las fincas cañeras que se lesionaban severamente la mano durante el corte de la caña de azúcar. A ello se debió que se preocupara por perfeccionar la técnica reconstructiva, por lo que recibió un reconocimiento en México. En 1982, al parecer por iniciativa de un colega, antiguo compañero de facultad, operó a un guerrillero gravemente herido. Obviamente la intervención se realizó en secreto, sin embargo la información llegó a las fuerzas de seguridad. El doctor Guillermo Muñiz fue detenido, y su cadáver apareció con señales de tortura y las manos simbólicamente cercenadas.

Tiempo después se publicó en Prensa Libre la nota del médico Rómulo Sánchez López:

Aquellas bellas manos


Esas bellas manos tejían las hebras de manos heridas. Eran las de un tejedor de San Antonio Palopó, Nahualá o Todos los Santos. Se dice que muchas manos de allí por la costa están trabajando o haciendo el amor por su obra de artista. La de aquel tejedor.


Se me ocurre que los maestros de las computadoras, de allá por el Lejano Oriente, de conocerlo, se lo hubieran llevado para hilvanar los minuciosos alambres y transistores. Tan fino era.


Con ojos agudos, microscopio al punto y manos delicadas rehacía manos; aquellos tendones finísimos, pero destrozados, quedaban nítidos; venas y arterias, nervios y músculos no escapaban a su búsqueda para hacerlos funcionar. Así era él, era Guillermo Muñiz, era un tejedor.

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El doctor Ricardo de León Régil era cirujano de tórax especializado en Leeds, Inglaterra, y ejerció en Mazatenango. Él vivió varias experiencias de las cuales solo relato algunas. Una de ellas fue la de un autobús extraurbano con pasajeros civiles, que transitaba en la carretera de Retalhuleu a Quetzaltenango y que fue atacado por una unidad del Ejército. Hecho incomprensible como cientos que ocurrieron en el país en ese periodo. Algunos sobrevivientes fueron trasladados a distintos hospitales de ciudades de la costa sur. A Mazatenango arribaron gravemente heridos dos campesinos. Uno anciano y otro joven. Fueron atendidos por mi colega que era un cirujano experimentado. Las intervenciones se realizaron con éxito, durando cuatro y dos horas respectivamente. En la noche se encontraba el cirujano y una enfermera revisando a los pacientes, satisfechos de la evolución favorable de su estado, cuando irrumpió un grupo de militares con el rostro cubierto con pasamontañas. El jefe del grupo, un oficial de baja estatura, dio órdenes con gestos, sin pronunciar una sola palabra. El primer gesto fue el de arrancar las venoclisis y las sondas, luego los levantaron y sacaron aún con vida y los tiraron sobre la palangana de un picop. El día siguiente aparecieron muertos con tiro de gracia.

El mismo colega me contó esta otra historia:

“Hubo una noche entre los años 82-83 que unos estudiantes de medicina (haciendo su Ejercicio Profesional Supervisado en el hospital departamental de Mazatenango) se encontraban parrandeando. Los retenes eran montados con rapidez en cualquier calle, no importando la hora del día. Estos dos estudiantes se conducían en un picop pequeño con música a todo volumen. Aparentemente hubo una orden de alto... Estos… naturalmente no la oyeron y continuaron su camino… El que se quedó consciente y milagrosamente ileso, escuchó explosiones… el vidrio del vehículo caía en pedazos y los chispazos de los proyectiles atravesaban la cabina del vehículo. El muchacho huyó por miedo (es decir, el conductor siguió la marcha) y el carro paró tres cuadras más debajo de donde fue atacado por la patrulla militar; el carro tenía más de 15 perforaciones de proyectiles… Cuando el estudiante ileso procedía a tratar de sacar de la cabina a su compañero, pasó una ambulancia del IGSS local. El herido presentaba tres heridas por proyectiles de arma de fuego. Una en el muslo derecho... otra herida en el antebrazo derecho... la otra en el abdomen en su cara externa derecha sin orificio de salida. El proyectil perforó el estómago e intestino y partió el lóbulo derecho del hígado… (El primer cirujano llamado se negó a atenderlo por temor).

Resolvimos el problema abdominal después de cuatro horas de intervención, quedaba colocarles injertos pero temíamos que el Ejército lo sacara del hospital... –al igual que otras veces...– personas conocidas como miembros del Ejército habían llegado a preguntar a qué hora terminaría la operación. Decidimos a las dos de la mañana continuar como si estuviéramos operando. Teníamos que esperar la luz del día para movilizar al muchacho con la esperanza de que no lo secuestraran... Llegado el momento enviamos dos ambulancias, una de ellas hacia Quetzaltenango y la otra para Guatemala. Las dos tenían que salir al mismo tiempo y tenían la orden de que si notaban que los seguían, regresaran inmediatamente al hospital. La de Quetzaltenango viajó 30 kms sin problema alguno y regresó al hospital. La otra –que llevaba al muchacho–... conectó la sirena, encontró tres retenes en la carretera, ninguno le hizo al alto... Tuvimos la colaboración de todos los enfermeros y pilotos de turno en ese día... un mes después llegaron los padres del muchacho a agradecerme... En 1991 tuve un desperfecto mecánico y dejé el carro en el IGSS de Escuintla... entró un médico y me saludó... me preguntó si sabía quién era y le dije que sinceramente no. Me mostró el abdomen donde había una cicatriz quirúrgica... él me abrazó dándome las gracias... se dedicaba a la gineco-obstetricia... cuando continué el viaje recordaba lo acontecido diez años atrás... sentí un nudo en la garganta”.

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En esos tiempos fue frecuente que hombres armados de las fuerzas de seguridad gubernamental incursionaran en las salas de operaciones de los hospitales para aniquilar o secuestrar pacientes sospechosos. Recientemente me enteré de una de esas historias que se guardan en silencio por muchos años, pero tarde o temprano empiezan a aflorar tímidamente, quizás porque, como en este caso, el principal protagonista ya falleció. Pero sus colegas lo recuerdan con respeto, a pesar de que su actuación sea un dilema moral en la práctica médica.

En el quirófano de uno de los principales hospitales del país, en el momento en que intervienen quirúrgicamente a un paciente, entra brutalmente un grupo de policías judiciales exigiendo que se detenga la operación porque se van a llevar al paciente tal y como estaba en ese momento. En cuestión de segundos, el anestesiólogo (reconocido como un médico tranquilo y conservador) procesa mentalmente el significado y las consecuencias de la situación y, con gesto categórico y rápido, pide a la enfermera “señorita: cloruro de potasio”, provocando de inmediato un paro cardíaco al paciente y evitando las consecuencias esperadas de su secuestro en esas condiciones: un sufrimiento brutal.

Ese caso me recuerda un caso descrito en el texto de bioética de Beauchamp y Childress:

“El carácter de una persona influye en nuestro juicio sobre ella y en cómo valoramos sus actos. En su crónica sobre la vida en poder de los nazis de la SS, en el gueto judío de Cracovia, Thomas Keneally relata cómo un médico se encontró frente a un gran dilema: o le inyectaba cianuro a cuatro pacientes inmóviles, o los abandonaba en manos de la SS que estaban evacuando en esos momentos el gueto y habían demostrado que estaban dispuestos a matar brutalmente a todo prisionero y paciente que se encontrara en su camino. Keneally cuenta cómo este médico “sufrió enormemente al plantearse un conjunto de cuestiones éticas tan conocidas para él como los órganos de su propio cuerpo”. Nos encontramos ante una persona con gran carácter y virtuosidad moral, motivado para actuar correcta e incluso heroicamente, pero que en principio no sabía cuál era la acción moralmente correcta… Finalmente, con inseguridad y poco convencido optó por la eutanasia activa… (Utilizando 40 gotas de ácido cianhídrico)”.

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Los casos descritos antes son solo algunos de los que se dieron en la despiadada represión gubernamental durante los años ochenta y que afectaron a la profesión médica en Guatemala. No se respetó la vida de pacientes, de médicos, enfermeras y promotores de salud. Hay otros casos conocidos que permanecen en la memoria de los testigos más cercanos. Posiblemente uno de los más conocidos fue el de un sobreviviente del incendio de la embajada de España, Gregorio Yujá, campesino que fue secuestrado del hospital Herrera Llerandi por las fuerzas de seguridad del Estado, posteriormente asesinado y su cuerpo lanzado en el campus de la Universidad de San Carlos.

Hay historias similares a las de Guatemala, relacionadas con la misión médica, por ejemplo las de países ocupados por los nazis o durante el régimen de François Duvalier en Haití o el de Rafael Leonidas Trujillo en la República Dominicana. No obstante, lo más importante que quiero resaltar a partir de estos casos es que hay situaciones extremas en las que queda gravada en nuestra memoria la ejemplaridad del carácter, el ethos, de algunos médicos. Es sabido que el juramento médico obliga al profesional a atender sin discriminación, con toda su capacidad, sensibilidad y pericia al paciente que le busca o que le es encomendado. Esos son considerados en Ética Médica como actos morales obligatorios. Sin embargo, en tiempos críticos surgen también casos como los descritos en este artículo, en los que existen grandes obstáculos para el desempeño profesional, incluyendo en los que la vida de los médicos, enfermeras y otros trabajadores del campo de la salud se ve gravemente amenazada en el cumplimiento de su misión. Algunos asumen el riesgo. En este caso, la actuación de los médicos constituyen actos supererogatorios, es decir, como una acción que se ejecuta más allá de la obligación como deber positivo, que tienen implícito un gran mérito moral que generalmente es guardado en la intimidad. Ese es el sentido del título de este artículo.

*José García Noval. Médico graduado en la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de San Carlos de Guatemala (Usac). Especialidad en Medicina Interna en el Hospital San Juan de Dios; Residente Extranjero en hospitales de Francia, y Maestría en Medicina Tropical en Inglaterra. Ha publicado artículos científicos en revistas internacionales y dos libros: (1) “Tras el sentido perdido de la Medicina” y (2) “Para entender la violencia: falsas rutas y caminos truncados”. Organizó y dirigió el primer programa de Bioética en la Facultad de Ciencias Médicas de la Usac.


Fuente: http://www.elperiodico.com.gt/es/20130908/domingo/234146/

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